CIUDADANÍA

La idea de ciudadanía se ha convertido en una de las cuestiones más relevantes de la ciencia política de los últimos años, ya que a través de ella se plantea un conjunto de problemas que afectan a la organización y regulación de la convivencia, tales como la globalización, las migraciones, los derechos humanos, el respeto a identidades minoritarias (plurinacionalismo, multiculturalismo) y la construcción de un espacio político supranacional -la Unión Europea-, al mismo tiempo que en países como España subsisten fuertes tendencias particularistas que inciden notablemente en la organización del Estado.    

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CULTURA POLÍTICA

La ciudadanía, entendida como categoría actual, tiene, como ya se ha indicado, una triple acepción: implica un sentimiento de pertenencia a una comunidad, lo que liga el término con las políticas de identidad; supone un estatus que permite el ejercicio de los derechos o, como se ha dicho, la adquisición del “derecho a tener derechos” (también obligaciones); finalmente, impulsa una actitud de participación activa en la vida común. Todos estos contenidos confluyen en la educación para la ciudadanía y conectan con lo que los politólogos llaman cultura política, es decir, con el conjunto de valores, creencias, ideas, sentimientos y conocimientos referidos a la vida política (Almond y Verba, 1963). 

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IDENTIDADES COMPLEJAS

El concepto de ciudadanía nace con la Revolución francesa, con la particularidad de que subsume todas las identidades posibles, hasta el punto de que cuando en el siglo XIX y buena parte del XX se hable de identidad se entiende por ella, a priori, la identidad nacional. Por ello, resulta imposible no aludir en el proyecto a la cuestión del nacionalismo, posiblemente el tema más tratado por las ciencias sociales. Según E. Gellner (1988), la necesidad de una homogeneización cultural y de un complejo código estándar de comunicación en las sociedades modernas, que implica, a su vez, la existencia de un sistema general de educación, fueron condiciones necesarias para el surgimiento del nacionalismo, pero en la teoría política actual la nación no es una entidad natural o previa sino un constructo político: el nacionalismo engendra la nación sobre la base de distinciones etno-culturales más o menos contingentes, reconsiderando, por tanto, la concepción clásica entre nación y nacionalismo e invirtiendo la relación de causalidad entre ambos (Máiz, 2006). Lo que inevitablemente conduce el problema de las identidades múltiples o complejas en el marco de un Estado-nación como el actual, muy debilitado.         

La cuestión de las identidades complejas adquiere un peso particular en el caso español. Durante el siglo XIX la formulación del concepto de nación en España se produce dentro de un complejo proceso de transformación de un imperio a una nueva situación de Estado-nación (Álvarez Junco, 2001). La idea de nación política ligada a la primera revolución liberal (Cortes de Cádiz), que suponía una gran comunidad de ciudadanos aglutinada en la defensa de un orden de derechos y libertades, tuvo un escaso desarrollo a lo largo del siglo XIX. El concepto de soberanía nacional no fue el centro del sistema político, porque a lo largo de toda la centuria se afirmó mayoritariamente el principio doctrinario de que la soberanía residía en unas Cortes (poco representativas) junto con el Rey. En la idea cultural de la nación se afirmó el papel de Castilla como el núcleo político y cultural de la nación española, planteándose la idea de nación como un proyecto de homogeneización cultural.

Existe bastante unanimidad entre los historiadores a la hora de definir las debilidades de la integración nacional en la España del siglo XIX como consecuencia de un déficit de Estado. El siglo “nacionalizador” no contó en España con un instrumento facilitador de la identidad nacional como el sistema educativo: un Estado débil produjo un sistema educativo débil; el papel nacionalizador de la educación pública no actuó como en otros países europeos (Puelles, 2004). El Estado se mostró, pues, incapaz de influir política y culturalmente en la sociedad por medio de instituciones, valores y símbolos, aceptables para el conjunto de los ciudadanos. A finales del siglo XIX era evidente que existía ya un problema incipiente de identidades complejas, fruto de la emergencia de los hoy llamados nacionalismos periféricos. En el curso del siglo XX, las orientaciones fuertemente centralizadoras y uniformizadoras de las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y de Francisco Franco no sólo no acabaron con las pujantes identidades complejas sino que exacerbaron las disensiones entre el nacionalismo mayoritario y los nacionalismos minoritarios.

El último cuarto del siglo XX ha puesto de relieve la fuerza de las identidades múltiples, planteando lo que los politólogos denominan un conflicto territorial fruto de la insuficiente respuesta de “las políticas de la identidad”. La organización territorial del Estado en Comunidades Autónomas fue precisamente el resultado de la negociación de este conflicto, pero no ha bastado para suprimir dichas tensiones, tal como es evidente en el actual proceso de reforma de los estatutos de autonomía. La posible vía de una política de convivencia de identidades múltiples, de lealtades compartidas, abierta por el Gobierno salido de las urnas en 2004, es aún incierta y problemática.

Los procesos sociales de conflicto y negociación, incluidos los que buscan construir o deconstruir identidades colectivas, no pueden ser comprendidos solamente como disputas de intereses sino que, al mismo tiempo, son luchas por el reconocimiento que se traducen, a su vez, en derechos normativos. Por otra parte, las expectativas colectivas resultantes se entrelazan con las condiciones de formación personal de la identidad, en cuyo marco un sujeto aspira a saberse respetado en su entorno sociocultural en tanto que ser autónomo e individualizado (Honneth, 1997).

  

 MANUALES ESCOLARES

Los manuales escolares son, a la vez, un instrumento de transmisión del saber y un instrumento del poder (Choppin, 1980); en el primer caso, el libro de texto impone una distribución y una jerarquía de los conocimientos, contribuyendo a formar la armadura intelectual de los alumnos; en el segundo, el libro contribuye a la uniformidad lingüística, a la nivelación cultural y a la propagación de las ideas establecidas. Los manuales escolares son, pues, objetos complejos que guardan relaciones muy diversas con el sistema educativo y con la sociedad que los produce. La selección de contenidos que se opera en ellos supone unos determinados criterios o puntos de vista acerca del universo social y acerca de lo que se considera como “saberes legítimos”. 

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