CIUDADANÍA

La idea de ciudadanía se ha convertido en una de las cuestiones más relevantes de la ciencia política de los últimos años, ya que a través de ella se plantea un conjunto de problemas que afectan a la organización y regulación de la convivencia, tales como la globalización, las migraciones, los derechos humanos, el respeto a identidades minoritarias (plurinacionalismo, multiculturalismo) y la construcción de un espacio político supranacional -la Unión Europea-, al mismo tiempo que en países como España subsisten fuertes tendencias particularistas que inciden notablemente en la organización del Estado.    

El concepto de ciudadanía es, en sí mismo, un objeto problemático. Se pueden señalar varios rasgos que permiten un acercamiento más definido a sus diferentes significados: sentimiento de identidad o pertenencia; valores que se consideran inherentes al ciudadano; extensión del compromiso político; prerrequisitos sociales considerados necesarios para una ciudadanía efectiva.

Cada uno de estos rasgos puede ser descrito en términos de mínimos o máximos. Así, por ejemplo, la identidad, en el sentido de mínimos, tendría un significado meramente jurídico o legal: un determinado estatus civil asociado a ciertos derechos como, por ejemplo, el ejercicio del sufragio. En un sentido más amplio, la identidad conferida por la ciudadanía supone la conciencia de ser miembro de una comunidad política, lo que implica obligaciones y derechos. Del mismo modo, un valor como la lealtad comunitaria puede referirse a actitudes locales o regionales, o a los vecinos, en la interpretación mínima, o a una mayor lealtad nacional o supranacional, incluso a un compromiso con la justicia, en la interpretación máxima. El significado político puede ser concebido como un derecho que se concreta en la tarea de votar a los representantes, en la concepción de mínimos, o como una participación activa con los valores fundamentales de la democracia, en la concepción de máximos. Por último, los prerrequisitos sociales pueden ser pensados sólo como una garantía legal en el ejercicio de los derechos, en su interpretación más estricta, o como un estatus igualitario, sin desventajas sociales de ningún tipo, en la versión más amplia (Mclaughlin, 1992).

Estas diferentes concepciones tendrían una incidencia decisiva en el terreno escolar a través de los contenidos curriculares. Por ejemplo, las concepciones mínimas ponen el acento en brindar información sobre el sistema legal y sobre el estatus jurídico de la ciudadanía, así como en el desarrollo de virtudes centradas en lo inmediato y lo local. Las concepciones máximas, por el contrario, persiguen desarrollar en los estudiantes una amplia capacidad de reflexión crítica y de comprensión de los problemas de la democracia, así como favorecer una activa participación ciudadana.

En parte, estas concepciones se traducen en diferentes modelos, de los que cabe resaltar hoy tres: el modelo liberal, el comunitarista y el republicano, con su consiguiente repercusión sobre la ciudadanía. El modelo liberal, predominante en las sociedades occidentales actuales, afirma la primacía del individuo y de sus derechos, de donde resulta una defensa firme de la autonomía y de la libertad individuales. El ciudadano liberal, en cuanto sujeto de derechos, demanda un espacio de libertad negativa, con la menor intervención posible del Estado, al que le exige neutralidad ética. Pero, por otra parte, la exigencia de participación es débil, las valores requeridos son principalmente privados, y la democracia es entendida de modo instrumental en tanto posibilita la autonomía privada, todo lo cual desemboca en un concepto lábil de ciudadanía, aun cuando haya autores liberales como Rawls (2004) que sostienen que la legitimidad procedimental de la democracia no garantiza por sí misma la justicia.

El modelo comunitarista critica lo que considera efectos negativos de la concepción liberal: cierta tendencia a la disgregación social, pérdida del sentido de lo público, desarraigo de los individuos frente a valores y tradiciones. La identidad de los individuos no puede entenderse al margen de la comunidad a la que pertenecen. Los ciudadanos serían, así, miembros de una comunidad de historia y cultura que les precede. El Estado no puede ser, por tanto, éticamente neutral, sino manifestarse a favor de la visión del bien común adecuada a la idiosincrasia de cada comunidad, lo que vincula estrechamente este modelo de ciudadanía con los nacionalismos. Se exige al ciudadano una participación fuerte pero poco crítica con los valores comunes y el horizonte cultural de la comunidad. El modelo busca la homogeneidad, sin tener en cuenta la pluralidad propia de las sociedades modernas.

El modelo republicano se opone al individualismo liberal y a la concepción instrumental de la ciudadanía y de la democracia. Afirma la autonomía individual pero la vincula a la participación y al compromiso con la esfera pública. Entiende la libertad como no-dominación, como la independencia frente a intervenciones arbitrarias (Pettit, 1999). Postula un concepto fuerte de ciudadanía vinculada a la condición deliberativa del cuerpo de ciudadanos. Coincide con el comunitarismo en la prioridad de lo común, del compromiso y la participación, pero se aleja de él porque no acepta la adhesión acrítica a valores preestablecidos ni requiere ni pretende la homogeneidad cultural y moral. Exige la virtud ciudadana, pero entendida no como cualidad moral sino como compromiso activo con la república (Peña, 2000).

                               

CULTURA POLÍTICA

La ciudadanía, entendida como categoría actual, tiene, como ya se ha indicado, una triple acepción: implica un sentimiento de pertenencia a una comunidad, lo que liga el término con las políticas de identidad; supone un estatus que permite el ejercicio de los derechos o, como se ha dicho, la adquisición del “derecho a tener derechos” (también obligaciones); finalmente, impulsa una actitud de participación activa en la vida común. Todos estos contenidos confluyen en la educación para la ciudadanía y conectan con lo que los politólogos llaman cultura política, es decir, con el conjunto de valores, creencias, ideas, sentimientos y conocimientos referidos a la vida política (Almond y Verba, 1963). 

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IDENTIDADES COMPLEJAS

El concepto de ciudadanía nace con la Revolución francesa, con la particularidad de que subsume todas las identidades posibles, hasta el punto de que cuando en el siglo XIX y buena parte del XX se hable de identidad se entiende por ella, a priori, la identidad nacional. Por ello, resulta imposible no aludir en el proyecto a la cuestión del nacionalismo, posiblemente el tema más tratado por las ciencias sociales. Según E. Gellner (1988), la necesidad de una homogeneización cultural y de un complejo código estándar de comunicación en las sociedades modernas, que implica, a su vez, la existencia de un sistema general de educación, fueron condiciones necesarias para el surgimiento del nacionalismo, pero en la teoría política actual la nación no es una entidad natural o previa sino un constructo político: el nacionalismo engendra la nación sobre la base de distinciones etno-culturales más o menos contingentes, reconsiderando, por tanto, la concepción clásica entre nación y nacionalismo e invirtiendo la relación de causalidad entre ambos (Máiz, 2006). Lo que inevitablemente conduce el problema de las identidades múltiples o complejas en el marco de un Estado-nación como el actual, muy debilitado.         

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 MANUALES ESCOLARES

Los manuales escolares son, a la vez, un instrumento de transmisión del saber y un instrumento del poder (Choppin, 1980); en el primer caso, el libro de texto impone una distribución y una jerarquía de los conocimientos, contribuyendo a formar la armadura intelectual de los alumnos; en el segundo, el libro contribuye a la uniformidad lingüística, a la nivelación cultural y a la propagación de las ideas establecidas. Los manuales escolares son, pues, objetos complejos que guardan relaciones muy diversas con el sistema educativo y con la sociedad que los produce. La selección de contenidos que se opera en ellos supone unos determinados criterios o puntos de vista acerca del universo social y acerca de lo que se considera como “saberes legítimos”. 

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