“La Historia Sagrada”, Eduardo Mendoza

Eduardo Mendoza, “La Historia Sagrada”.

Apenas tenía uso de razón cuando ingresé en una escuela infantil donde me sentaron en un pupitre del que no me levanté hasta que fui a la universidad. Exagero, pero no mucho. En aquella ápoca el horario escolar ocupaba todas las horas del día, salvo las destinadas al sueño y poco más; los días de fiesta eran contados, y durante las horas lectivas, se trataba a los niños como si fueran adultos. Con tediosa regularidad se nos impartían unas materias que debíamos aprender porque para eso estábamos allí. Estas materias eran variadas, pero todas se nos presentaban en su aspecto menos atractivo. Incluso la asignatura denominada Lengua y Literatura, por la que debería haber sentido una inclinación especial, consistía en un tratado de convenciones retóricas y un listado de autores y obras, apenas aliviado por un soneto ininteligible o un fragmento de prosa aparentemente elegido por su perfección formal y su falta de encanto. No digo que este conocimiento no sea útil e incluso necesario. En mi opinión, el abandono de las humanidades en los planes de estudio causa un mal irreparable a los estudiantes, que ellos y la sociedad pagarán con creces si no lo están pagando ya. Tampoco digo que los fragmentos de Fray Luis de León o de Azorín no tuvieran la más alta calidad literaria. Lo que digo es que en esta compañía las horas transcurrían con lentitud de plomo.
La única excepción escolar a esta monotonía, al menos en mi recuerdo, la constituía una materia perfectamente excéntrica, cuya legitimidad nadie podía poner en tela de juicio, pero cuyo sentido nadie habría sabido explicar si se lo hubieran preguntado. Era la Historia Sagrada. Habría sido impensable que una enseñanza religiosa, como la que entonces se impartía en España en un elevado porcentaje, no incluyera el estudio de las Sagradas Escrituras. Pero lo cierto es que estas Escrituras resultaban más extrañas a quien debía enseñarlas que a quienes las recibíamos.
La Historia Sagrada, por si alguien no lo sabe, era un resumen de los pasajes más relevantes de la Biblia. Quién decidía su relevancia, yo no lo sé. Tengo la impresión de que venía dada por una tradición que nadie se habría atrevido a disputar ni habría sabido cómo. También supongo que la finalidad de aquella enseñanza era reforzar nuestras creencias religiosas. Era obvio que nada en aquel libro singular reforzaba las creencias religiosas. Más bien lo contrario. Pero esto, como casi todo, no era objeto de debate.
No exagero al afirmar que la Historia Sagrada que estudié en el colegio fue la primera fuente de verdadera literatura a la que me vi expuesto. La califico así porque, como toda literatura genuina, a diferencia de las lecturas dirigidas y controladas a las que entonces tenía acceso, suscitaba más preguntas que respuestas y, en lugar de ofrecer ejemplos o enseñanzas, producía estupor.
[…] Las ilustraciones de nuestro libro de Historia Sagrada no eran artísticas, ciertamente, pero sí de una gran eficacia representativa, y producían un efecto indeleble en la mente de un niño, sobre todo porque se introducían en el mundo aséptico de los libros de texto, junto a las tablas de multiplicar, el teorema de Pitágoras y la lista de los reyes godos en una atmósfera sombría de estudio y disciplina. Los niños de mi generación no teníamos más estímulos visuales que alimentasen nuestra fantasía que las ocasionales películas y las historietas ilustradas, los llamados tebeos.


Eduardo Mendoza, Las barbas del profeta, Barcelona, Seix Barral, 2020, pp. 13-15 y 31.